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El odio no me representa. Ni tampoco a Colombia

Colombia no necesita más polarización. Requiere de sensatez, un polo a tierra que entienda que gobernar no es incendiar al país desde un atril ni convertir cada decisión en un ring de boxeo ideológico.

hace 3 horas
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  • El odio no me representa. Ni tampoco a Colombia

Por Diego Santos - @diegoasantos

En medio de la desenfrenada vorágine de odio que hoy nos consume, estoy convencido de que el país necesita urgentemente un punto medio. Y pese a que esto incomodará a quienes les priva ejercer de matones, no me moveré de ahí, por más insultos y amenazas que reciba.

Hay momentos en la historia de un país en los que los gritos dejan de ser una expresión política y se convierten en ruido y violencia de extremos. Colombia no solo está atrapada en ese ruido, sino que cada vez se está enredando más. Quienes hoy están en el poder, van hundiendo a la nación. Y quienes gravitan en la oposición, no hacen, sino vociferar consignas populistas. Cada quien quiere reducirnos a escoger su bando.

Pero esos polos son tan elementales como tóxicos. Uno prometió la redención social y lo único que logró es una bonanza de división en inseguridad. El otro, entre intolerante y nostálgico del pasado, cree que todo se resuelve con plomo, mano dura y discursos de orden.

Mientras tanto, la gente —la de a pie, la que madruga y produce, la que le importa tres cominos, los políticos— sigue sobreviviendo en medio del caos que los extremos. Y al desastre se le quiere combatir con terror.

Colombia no necesita más polarización. Requiere de sensatez, un polo a tierra que entienda que gobernar no es incendiar al país desde un atril ni convertir cada decisión en un ring de boxeo ideológico, o en mostrar quien insulta más duro. Necesitamos un presidente que no hable para su tribuna, sino para todos, que no mida su éxito en likes, sino en resultados y tranquilidad. En conclusión, un presidente que gobierne lejos de las redes sociales.

Colombia está extenuada de la violencia que se reapoderó de los territorios, de la política del odio, del insulto fácil, del gobierno que se cree Robin Hood y de la oposición que se comporta como el matón de barrio. Cada elección, cada día, no puede ser una guerra santa entre “pueblo” y “oligarquía”, entre “buenos” y “malos”. La gente no quiere héroes ni mártires. Quiere soluciones.

Los extremos son comodísimos: le dicen a la gente qué pensar, a quién odiar y a quién culpar. El centro, en cambio, exige algo más dispendioso: pensar. Y pensar, en un país donde la rabia se volvió combustible electoral, es un acto de rebeldía.

Por eso el centro —o mejor, la centro-derecha moderna responsable, que cree en la empresa privada— no es tibieza. Es valentía. Es entender que no podemos progresar si seguimos destruyendo al que piensa distinto. Pero claro, pensar se volvió un ejercicio tedioso y lacerado.

Me importa un rábano, el matón que solo sabe insultar. Mi voto será de centro-derecha, un voto por alguien que crea en la libertad, en el mérito y en la autoridad, pero que también entienda que hay millones de colombianos jodidos y mamados y que a ellos hay que darles herramientas para que progresen. No subsidios. Herramientas.

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