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Mordaza selectiva

hace 3 horas
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Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada

Hace ocho días, en este mismo espacio, publiqué una carta firmada por 38 juristas del país (exmagistrados de altas cortes, catedráticos de renombre, destacados litigantes y exdecanos de importantes escuelas de Derecho) en la que sosteníamos, con pleno rigor jurídico, que el proceso en contra del expresidente Álvaro Uribe constituye un escandaloso caso de lawfare: la instrumentalización de la justicia para aniquilar políticamente a un contradictor incómodo.

Las reacciones no se hicieron esperar. Desde ciertos sectores se activó la narrativa con la que, irresponsablemente, han pretendido deslegitimar toda disidencia a su causa. Con la complicidad de líderes de opinión caracterizados por su animadversión hacia Uribe -y del mismo Petro- se lanzó la tesis según la cual la comunicación pretende presionar a la justicia.

Se equivocan. Con legitimidad para decirlo, pues fui una de sus firmantes, la carta busca, precisamente lo contrario: Preservar la majestad de la Justicia como valor fundante de cualquier república y denunciar un proceso judicial deformado hasta volverse irreconocible, en el que el derecho penal ha sido reemplazado por la narrativa política, y donde los medios de prueba han sido sustituidos por la necesidad, desesperada de la Fiscalía, de un culpable.

Quiero ser clara en algo. El debate no gira en torno al afecto u odio que se tenga por Uribe, sino al respeto por el Estado de Derecho. Porque se parte de una interceptación ilegal, se oculta pruebas exculpatorias, descontextualiza testimonios y manipula el relato fáctico para construir un montaje judicial, lo que se vulnera no es la presunción de inocencia de una persona, sino la columna vertebral de nuestro sistema democrático.

Tres razones legitiman el derecho que tenemos a pronunciarnos sobre este proceso.

Primero, la libertad de expresión. El artículo 20 de la Constitución consagra el derecho de todo colombiano a opinar libremente, derecho blindado por tratados internacionales como el Pacto de San José. Lo expresado por los juristas se enmarca en hechos verificables, no en falacias: la grabación que originó el proceso fue obtenida de forma ilegal y, por tanto, vicia todo lo que de allí derive. Pretender que no se puedan expresar estas preocupaciones sin ser tildados de “enemigos de la justicia” es, simplemente, censura. ¿O es que acaso la crítica judicial sólo está permitida para los sectores alternativos?

Segundo, la esencia del sistema penal acusatorio. La Ley 906 de 2004 se edificó sobre un principio rector: la publicidad. Sin procesos secretos, sin inquisición en la penumbra. El proceso penal se surte ante la ciudadanía para que ésta ejerza control. Como decía Jeremy Bentham: “Donde no hay publicidad, no hay justicia”. Pretender que cualquier comentario ciudadano sobre un proceso abierto constituye una presión indebida, es desconocer el espíritu mismo del modelo penal que rige hoy en Colombia.

Tercero, la diferencia entre el ciudadano común y el funcionario público. Mientras el primero puede hacer todo lo que no le esté prohibido, el segundo sólo puede hacer lo que le esté expresamente permitido. Cuando el presidente Petro trinó sobre el caso Uribe insinuando culpabilidad, él sí incurrió en una presión indebida. La Comisión y la Corte Interamericana de DDHH han sido claras: los funcionarios públicos tienen un umbral más estricto en materia de libertad de expresión precisamente por el poder institucional que ostentan. Petro violó el principio de separación de poderes. Nosotros, los ciudadanos, ejercimos un derecho fundamental.

No es lo mismo un trino presidencial que una columna de opinión o una carta académica. Construir narrativas con hechos falsos, filtrar pruebas reservadas o usar el poder para incidir en decisiones judiciales sí constituye presión indebida. Pronunciarse desde el ámbito académico, mediático o ciudadano, no.

La independencia judicial no es compatible con la mordaza selectiva. Y por eso, sin ambages, seguiremos alertando cuando la toga se convierta en máscara de persecución. Porque cuando la justicia es instrumentalizada, el silencio no es neutralidad: es complicidad..

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