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¿Qué puede frenar a la IA? La paradoja de Moravec

Si bien es razonable imaginar escenarios de crecimiento acelerado, también es necesario reconocer la profunda incertidumbre que rodea el futuro tecnológico.

hace 1 hora
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  • ¿Qué puede frenar a la IA? La paradoja de Moravec
  • ¿Qué puede frenar a la IA? La paradoja de Moravec

Por Javier Mejía Cubillos - mejiajstanford@edu.co

Existe una visión bastante extendida en el Silicon Valley, según la cual el progreso tecnológico, impulsado por los recientes avances en inteligencia artificial, se acelerará a un ritmo tan vertiginoso que, en cuestión de pocos años, podríamos entrar en una etapa de crecimiento económico exponencial. Un ejemplo de este optimismo extremo lo ofrece Paul Christiano, uno de los investigadores más influyentes en inteligencia artificial del mundo, quien ha estimado en un 40% la probabilidad de que, para 2040, la humanidad tenga los recursos y capacidad para construir una esfera de Dyson—i.e. una gigantesca estructura capaz de capturar toda la energía de una estrella como el Sol.

Hay, sin embargo, buenas razones para mirar con escepticismo estas proyecciones tan optimistas. Hoy quiero hablarles de una en particular: la paradoja de Moravec.

Formulada en los años ochenta por Hans Moravec, un profesor de ciencias de la computación de Carnegie Mellon, esta paradoja sostiene que las tareas que a los humanos nos resultan más difíciles—como el razonamiento abstracto o el cálculo lógico—son, en realidad, las más sencillas de replicar en las máquinas. En cambio, aquellas actividades que realizamos con aparente facilidad—como percibir el entorno, movernos con coordinación o interpretar las emociones de los demás—son las más complejas de automatizar. En otras palabras, lo que para nosotros es fácil suele ser difícil para la inteligencia artificial, y viceversa.

La lógica detrás de esta paradoja es bastante intuitiva. Las habilidades que consideramos simples—e.g. mantener el equilibrio, pelar una fruta o interpretar emociones— son el producto de millones de años de evolución. Nuestros cuerpos y cerebros han sido refinados durante milenios para resolver con eficiencia estos problemas. En cambio, las capacidades que solemos asociar con la inteligencia artificial—e.g. pensar de forma abstracta, hacer cálculos matemáticos o sintetizar textos—son adquisiciones recientes en la historia evolutiva humana. Justamente por ser nuevas y menos refinadas, son más fáciles de describir, formalizar y, por tanto, de enseñar a las máquinas.

El progreso tecnológico acelerado de los últimos años puede entenderse, en buena medida, como el resultado de haber explotado precisamente ese desequilibrio. Las innovaciones más espectaculares de la inteligencia artificial consisten en desarrollar tareas que, aunque parecen sofisticadas, pertenecen al tipo de habilidades que los humanos desarrollamos más recientemente, como el dominio de la escritura, del análisis matemático, y del diseño gráfico. Entonces, en cierto sentido, la revolución tecnológica actual es la cosecha de la fruta más baja del árbol de la automatización.

Esto es claro al comparar los avances recientes de la inteligencia artificial en el sector de la robótica. Por más que nos asombren los drones o los vehículos autónomos, estos abordan los problemas más sencillos del campo, donde el principal reto es coordinar aceleración y dirección en un par de ejes. En cambio, tareas que para un humano parecen triviales, como lavar los platos, doblar la ropa, o tender una cama, requieren coordinación de fuerza, aceleración, dirección, y presión en decenas de ejes, siendo desafíos aún monumentales para máquinas autónomas.

En términos prácticos, esto se traduce en que hoy tenemos acceso, por unos pocos dólares, a herramientas que pueden componer una sinfonía en cuestión de segundos, pero estamos a décadas de contar con robots verdaderamente autónomos y asequibles que hagan los quehaceres de nuestro hogar.

La paradoja de Moravec es solo uno de los muchos cuellos de botella que enfrenta el progreso tecnológico hoy. A los límites cognitivos y físicos que ella ilustra se suma la lentitud de nuestras instituciones para adaptarse y permitir el uso y regulación de las nuevas tecnologías; la escasez de datos no influenciados por IA para entrenar modelos cada vez más sofisticados; y las limitaciones la demanda global para absorber una oferta de productos para los que quizá no está preparada.

En conjunto, estos desafíos sugieren que, si bien es razonable imaginar escenarios de crecimiento acelerado, también es necesario reconocer la profunda incertidumbre que rodea el futuro tecnológico. Este progreso, incluso en sus episodios más vertiginosos, rara vez ha sido lineal. Y conviene recordarlo, especialmente en una era tan propensa a confundir la promesa de la inteligencia artificial con la inevitabilidad del milagro económico.

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