Atlético Nacional cerró el año con un título que significó alivio, orgullo y reivindicación, pero, sobre todo, con una imagen poderosa: un grupo unido, convencido y humano, reflejado en cada abrazo y en cada palabra pronunciada con los ojos brillantes.
En medio de la celebración, las miradas se posaron en Diego Arias, protagonista silencioso de un proceso que encontró su recompensa. “Gran trabajo, una pasantía demasiado importante en su carrera deportiva”, le dijo uno de los periodistas de Win Sports, reconociendo no solo lo hecho en el partido, sino el recorrido completo, ese que no siempre se ve pero que el vestuario conoce de memoria. El aplauso fue sincero, porque llegó desde adentro, desde quienes convivieron con él en el día a día.
El triunfo fue una descarga emocional para todos. “Muy contentos por cerrar el año con ese triunfo que significa tanto para toda nuestra gente”, manifestó el joven técnico, desde la fe inquebrantable que nunca abandonó al equipo, incluso cuando el camino se volvió cuesta arriba.
En ese contexto apareció su figura, sereno, reflexivo, con el mismo tono de voz en la victoria que en la derrota. Fue un reconocimiento que nació de la coherencia. Los jugadores lo entendieron así y le devolvieron esa confianza con una copa en las manos.
Pero Nacional no ganó solo por lo que mostró en la cancha. Ganó por lo que cultivó lejos de las cámaras. “Nosotros dependemos cien por ciento de los jugadores”, afirmó el entrenador, destacando el valor del trabajo diario, de los entrenamientos, de las concentraciones, de la unión genuina. Y en ese discurso apareció un nombre propio que simbolizó al grupo: el portero Harlen “Chipi-Chipi” Castillo, uno de esos futbolistas que muchas veces no inicia, que a veces no juega, pero que siempre está.
“Está en una posición donde no le toca jugar mucho, pero se entrega con muchísima ilusión, humildad y compromiso”, resaltó el técnico, con admiración auténtica. Esos jugadores, los que sostienen al equipo desde el rol menos visible, suelen ser los que terminan marcando la diferencia en los momentos decisivos. “Jugadores como él es que nos sacan campeones”, sentenció.
Las lágrimas no tardaron en aparecer. “Chipi-Chipi” escuchaba y abrazaba, conmovido, como si las palabras vinieran de un padre. Y explicó por qué. Desde que el entrenador asumió, encontró en él un guía, alguien que le enseñó que en el fútbol no todo pasa por jugar.
“Muchas veces no juegas, pero actúas en un papel importante para el equipo”, contó, describiendo ese rol silencioso que se ejerce en el camerino, en el aliento constante, en la motivación diaria.
“Nosotros estamos ahí dentro tratando de empujar el equipo siempre adelante”, explicó, consciente de que el liderazgo también se construye desde el respaldo a los compañeros. Capitanes visibles o no, todos empujando el mismo barco. Porque Nacional fue eso: una familia futbolera sostenida por quienes están en la cancha y por quienes trabajan desde atrás, lejos del foco, pero con la misma pasión.
El título llegó como premio a esa convicción. “A veces alcanza para ganar como hoy, a veces no”, reconoció el técnico Arias, con honestidad. Porque este proceso también conoció la derrota, la crítica y la duda. Pero incluso en esos momentos, la intención nunca cambió. “Cuando se pierde también se entregan muchas cosas”, recordó, sabiendo que el fútbol no siempre premia el esfuerzo, aunque esta vez sí lo hizo.
Cuando los directivos eligieron a Diego la idea fue clara: hacer lo mejor posible, sin promesas imposibles, sin garantías. “No hay forma de asegurar un triunfo”, dijo, pero sí de poner el alma. Y eso fue lo que hizo Atlético Nacional.
Por eso este título no es solo una copa más en la vitrina. Es el cierre de un año intenso, la confirmación de un grupo que creyó, trabajó y resistió. Un campeonato que se celebra con la gente, con lágrimas, con abrazos y con la certeza de que, cuando el fútbol se construye desde lo humano, las victorias llegan solas.
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