Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
Por Aldo Civico - @acivico
Fue en agosto de 2003, hace ya más de veinte años. Había invitado a mi amigo y mentor, el alcalde antimafia de Palermo, Leoluca Orlando —hoy europarlamentario—, a visitar Medellín. Una mañana se reunió con el entonces candidato a la alcaldía, Sergio Fajardo. A su lado estaba Alonso Salazar, su gerente de campaña. El traductor fue Héctor Abad Faciolince, el escritor. Por aquel entonces, yo apenas tartamudeaba el español. La conversación giró en torno a los desafíos de la ciudad: la corrupción sistémica que asfixiaba a Medellín y la urgencia de un cambio cultural profundo. Por la tarde, Orlando decidió subir a los barrios de la zona Nororiental. La escolta se negó a acompañarlo: era demasiado peligroso. Álvaro Uribe acababa de posesionarse como presidente y la inseguridad aún era total. Al regresar de esa visita a las laderas de la ciudad, Orlando me dijo: “Aquí el crimen organizado es como la mafia italiana, porque está al mismo tiempo en contra y a favor del Estado, dentro y fuera del Estado, dentro y fuera del mercado”.
Era una manera de decir que la verdadera amenaza a la democracia del crimen organizado radica en la sinergia entre el mafioso y el político, entre el mafioso y el empresario. Porque ese lazo perverso alimenta la impunidad. Perpetúa una corrupción que se convierte en sistema. La ilegalidad se vuelve norma. El caballo de Troya de la mafia, casi siempre, es la corrupción. En Colombia, además, son las negociaciones. Las mesas de paz se transforman en espacios de legitimación política para el mafioso. Son aprovechadas por políticos que buscan consolidar el consenso. No conozco otro país que haya sido más generoso y tolerante con los violentos que Colombia. Pero esa generosidad ha terminado por convertirse muchas veces en sumisión al mafioso. El violento, el criminal, siempre lleva la ventaja. La llamada paz total ha parecido, demasiadas veces, una rendición total. ¿Cómo olvidar que el Estado le construyó una “catedral” como cárcel a Pablo Escobar? ¿O el desfile de líderes paramilitares en el Congreso? ¿O la impunidad de facto de las FARC? Así, la democracia es humillada, la institucionalidad debilitada, el Estado de derecho vaciado.
En Italia, ningún político comprometido con la lucha contra la mafia se ha atrevido jamás a sentarse a una mesa con un mafioso. Eso lo hacían los corruptos. Solo lo hicieron los corruptos. Porque en un Estado de derecho, quien debe rendirse es el criminal, no el Estado. En una declaración reciente, Leoluca Orlando advirtió que Colombia no puede seguir condenada a un “subdesarrollo que solo sirve para garantizar enormes riquezas y poder criminal a grupos armados mafiosos y políticos corruptos”. Para evitarlo es imprescindible aislar y marginar al mafioso y al corrupto. No subirlos a la tarima.
PS: Hace un tiempo, en Medellín, di una conferencia sobre la urgencia de sacar a la mafia de la política. Al finalizar mi intervención, se me acercó el senador Miguel Uribe. Me saludó con amabilidad y me agradeció por mis palabras. Es profundamente triste constatar que, en Colombia, el delito político sigue siendo una realidad vigente.