¿Cuánto tarda en construirse una ciudad? Una a orillas del río Cauca, en un calor promedio de 30 grados a toda hora, sin grandes máquinas ni presupuestos o cronogramas, en un terreno de 378 hectáreas dividido en partes iguales de 6 metros de ancho por 12 de largo, donde habitan unas 8.000 familias, con calles y carreras de tierra, energía eléctrica, acueducto, recolección de basuras, cancha de fútbol y tarima de eventos, peluquerías, tiendas, ferreterías e iglesias cristianas. Una ciudad sin políticos ni instituciones del Estado, sin impuestos ni subsidios. Una ciudad con Dios pero sin ley.
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Apenas ha pasado un año desde el Domingo de Ramos cuando empezó la invasión de la hacienda Santa Elena en Caucasia, la más grande del país, y lo que eran miles de carpas verdes y negras sostenidas por palos de madera donde colgaban hamacas, ahora es una extensión de la capital del Bajo Cauca antioqueño y se parece más a una ciudad en obra gris que se construye como si el tiempo cobrara intereses que a un asentamiento informal destinado a esfumarse.
A punta de ladrillos, tablas de madera y techos de zinc, en Santa Elena se ha apaciguado la incertidumbre de los primeros días y meses cuando desde la Alcaldía de Caucasia y la Gobernación de Antioquia se emitían órdenes de desalojo que eran cantos a la bandera. El predio, uno de los más apetecidos de la región, por ser plano, extenso, cerca del casco urbano, casi un campo de golf, es administrado desde hace años por la Sociedad de Activos Especiales (SAE) y se encuentra en medio de un litigio con Juan Gabriel Úsuga Noreña, un exnarcotraficante que lo adquirió en 1998.
La SAE, en ese entonces en cabeza de Daniel Rojas (actual ministro de Educación) dijo que mientras Petro fuera el presidente de allí no se iba a desalojar a nadie, una noticia que fue bien recibida por las ferreterías locales. Días después de ese Domingo de Ramos, cuando la invasión era incipiente, de apenas un centenar de personas, el presidente Petro visitó el municipio para un acto de formalización de mineros, pero ante una modesta manifestación de los primeros invasores hizo promesas: “Alcalde, usted aquí como primera autoridad, le solicito: háblese con los señores dueños de tierras, haciendas, latifundistas no para que nos engañen, ojo, a precio comercial y tierra fértil, nosotros estamos dispuestos a comprarles las haciendas. Si hay un predio urbano o cerca de la ciudad, le pediría que organice a las familias que se han tomado los terrenos para vivienda en una asociación de vivienda y el Gobierno Nacional va a ayudarles por autoconstrucción, o sea, trabajando, a construir las viviendas en un barrio que pueda ser legal”, dijo el presidente.
Nada de eso se ha cumplido. No hay noticias de predios comprados ni a precios justos ni a injustos, ni proyectos de autoconstrucción, ni planes de legalización del barrio. Por suerte, los pobladores son trabajadores informales y los trabajos informales son casi siempre los que se hacen con las manos, así que ellos mismos han levantado sus casas.
Antes de la invasión, por el lote ya pasaban redes de energía, agua y hasta tuberías de gas. Primero llegó la conexión irregular a la luz, que es la que está a la vista, y con ella los parlantes y el vallenato, las neveras y la cerveza: la calidad de vida. Hace un mes, una mujer murió por una descarga eléctrica cuando estaba conectando la nevera.
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Por el lote pasa una línea de más de 100.000 voltios de donde se reparte energía para toda la región, así que el problema es de abundancia y no de escasez. De hecho, la orden de desalojo más reciente vino por cuenta de EPM en febrero de este año, debido al alto riesgo de descargas eléctricas. Los líderes del predio escucharon y marcaron con una cinta naranja el perímetro de las torres de energía, para que nadie construya allí. A quienes viven debajo de los cables los reubicarán en otros barrios.
Los habitantes
César Gómez trabaja en construcción y llegó a Santa Elena hace un año a dormir en cartones. Cuatro días antes de que comenzara la invasión lo habían sacado del rancho donde vivía. “A mí no me dijeron recoja y váyase, me montaron al carro y me dijeron que no podía volver”. Tiene 73 años, la piel quemada, unas gafas alargadas, una gorra negra aplastada y una camisa blanca de botones y rayas con los tres botones de arriba sin abrochar.
También un lápiz sobre la oreja derecha. Trabaja en la construcción de una nueva tienda que estará abierta la próxima semana: como en todas, venderán papitas, gaseosas, hielo y cerveza. Pondrán a Diomedes, pero cerrarán temprano. A pesar de la llegada de la energía, a las 10 de la noche el barrio está apagado. César cobra $100.000 al día, que es lo que vale el jornal en cualquiera de los 76 barrios que tiene la invasión. No es un error de dedo, son 76 y cada uno tiene un líder, como el representante de grupo de un salón de colegio, y entre ellos debaten y toman decisiones. Hace una semana, por ejemplo, organizaron la semana cultural en conmemoración del primer aniversario de la invasión. Hubo desfiles, presentaciones artísticas y campeonatos de fútbol.
Son los líderes también los que definen si llega un nuevo invasor o si hay que sacar a alguno. El criterio para definir quién se queda y quién se va es sencillo: el que viva en la invasión porque no tiene dónde más, se queda, el que no, el que vaya solo a darle vuelta de vez en cuando o lo haya cogido de inversión o para especular, se va. La tierra es de quien la trabaja. Fin a las burbujas inmobiliarias.
El jornal para el ayudante vale $60.000, pero César todavía no construye su propia casa, al menos no en material. Apenas tiene unos plásticos que lo cubren del sol y de la lluvia, pero tiene, como todos, luz y agua, algunos días, cuando la empresa de acueducto les abre la llave de un tanque que alcanza a surtir a los barrios más próximos a la carretera. Las casas más alejadas se surten de las cercanas. En cada casa hay tantos baldes para recoger agua como niños pequeños o niñas y adolescentes embarazadas.
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En Colombia, las invasiones suelen tener vocación de permanencia, como esta. Al final, el gobierno se resigna y llega con la factura de servicios públicos y, en el mejor de los casos, una escuela o una cancha multipropósito en pavimento. Sin embargo, los habitantes guardan la esperanza de que algún día el Estado encuentre otro lugar mejor para reubicarlos. Los asentamientos suelen quedar en zonas de riesgo, en la cima de una montaña empinada, en un barrio inseguro, a orillas de una quebrada, alejados del transporte público o de las vías principales. En Santa Elena pasa lo contrario. Nadie quiere irse. Que les cobren la electricidad a la que se conectan clandestinamente, incluso el predial, pero que no los muevan de ahí. Es el mejor lugar donde la mayoría de ellos ha vivido jamás.
Es un lugar seguro, tan seguro como se puede estar en el Bajo Cauca antioqueño. La gente deja sus cosas afuera de la casa y al otro día las encuentra ahí mismo. Desde su fundación han ocurrido cinco asesinatos, y en respuesta, desde la Alcaldía y la Gobernación hicieron un operativo el mes pasado con 250 militares y policías, decretaron toque de queda y ley seca. Aseguraron que dentro de la invasión había una disputa entre el Clan del Golfo y Los Caparros. Los resultados del operativo, en un lote donde viven por lo menos, 20.000 personas, fue la inmovilización de 17 motocicletas, la incautación de 80 gramos de marihuana y 13 armas blancas. Solo en 2024, en Caucasia, por fuera de la invasión, hubo más de 70 homicidios.
La abuela de Lewis separó un lote bien ubicado cuando empezó la invasión, en la primera calle, en el límite con el barrio El Camello, que antes que nada fue también una invasión. Como ella tenía donde vivir, se lo cedió a su nieto, que hace años se había ido para Medellín a salir de la pobreza y de la violencia. En Medellín vivió en Moravia, otra invasión, y ahí tenía una barbería, pero Santa Elena es tan buen vividero que se devolvió y puso la barbería en el terreno que le consiguió su abuela. Tiene un televisor y dos puestos de trabajo y hace cortes y difuminados de futbolista.
Cobra $15.000, como si viviera en la ciudad todavía, y a eso se lo pagan, incluso la gente que vive en la invasión. Dice que, como él, son muchos los que se han regresado de Medellín, de Montería y de otras ciudades, que se ha reencontrado con vecinos que tenía en Moravia, que no hay nada mejor que estar cerca de la familia y que tener algo propio. Abre a las 9:00 de la mañana todos los días y la clientela le alcanza hasta las 8:00 de la noche. Está terminando de construir el baño y quiere pronto poner un Play Station. Hay también panaderías, chorizos ahumados, alquiler de lavadoras y venta de arepas.
Diana es una de las que vende arepas y llegó a Santa Elena hace cuatro meses, aunque Pablo, su esposo, había separado la tierra hace un año. Cuando empezaron con las amenazas de sacar a todo el que no estuviera viviendo en el lugar, se pasó con toda la familia: seis hijos y dos nietos, un niño y una niña, de seis o siete años que ven la cámara de Camilo, el fotógrafo, como si fuese un animal de zoológico, aunque los niños de ahora no se sorprenden con los animales del zoológico. Pablo, como muchos de sus vecinos, define su oficio en relación a su posesión más valiosa. El que tiene una moto es mototaxista, el que tiene una pala es palero, el que tiene una nevera pone una tienda. Él tiene una motosierra, es, dice, “motosierrero”. Vivían todos a orillas del Cauca, en las mismas tablas de madera con las que están construyendo la nueva casa. En cada creciente se inundaban y los niños pasaban apestados por el olor a caño.
Pero no todos los habitantes de Santa Elena vienen de la pobreza extrema ni del rebusque. Vienen, eso sí, de pagar arriendos que los tenían con el agua al cuello. Jeyner, por ejemplo, ya empezó a poner ladrillos y planea irse a vivir pronto, cuando su casa esté terminada. Por lo pronto, pasa los días en la invasión supervisando la obra y dando clases de fútbol a los niños que llevan más camisetas amarillas del equipo árabe donde juegan Cristiano y Durán que del Nacional o del Junior, así son los niños que no se sorprenden en el zoológico. Jeyner estudia Licenciatura en Educación Física en la sede de la Universidad de Antioquia en el Bajo Cauca y ahí, en la cancha de arena que los líderes reservaron en mitad de la hacienda para el esparcimiento (Colombia está llena de ciudades con oficinas de planeación donde no hacen cosas así), adelanta las prácticas para cuando sea profesional y tenga casa propia. No debe haber un peor lugar para invertir en una vivienda para arrendar que Caucasia, ¿quién quiere pagarle a otro si puede construir lo suyo? Consultamos a la Alcaldía y a la SAE para esta nota pero de ningún lado nos contestaron. Si Santa Elena no fuera un asentamiento informal, todos los políticos sacarían pecho por su avance y progreso. Hace un año recogían en bolsas de basura el agua lluvia para bañarse, ahora, en la mayoría de los barrios basta con abrir una llave. Todo está en obra hay mezcladoras de cemento girando todo el día y motos de carga entrando y sacando arena. Gente subida en escaleras, midiendo y echando segueta desde el alba hasta que se pone el sol. La ciudad se construye con el cuidado y el empeño con lo que solo puede construirse lo propio.