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Esa es la verdadera amenaza a nuestra democracia: no un golpe militar, sino la erosión progresiva del Estado de derecho.
Por Daniel Duque Velásquez - @danielduquev
Colombia vive una tensión política que se siente en el ambiente: discursos inflamados, instituciones debilitadas, fanatismo en alza. Y lo más grave es que, aunque parezcan polos opuestos, los extremos comparten una peligrosa forma de ejercer el poder.
De un lado, un gobierno que, cuando no logra lo que quiere en el Congreso, amenaza con constituyentes, decretazos y demás locuras. Un presidente que insinúa que los congresistas “serán revocados por el pueblo” si no aprueban su voluntad. Que prefiere insultar a debatir y ve al que piensa distinto como enemigo.
Del otro, una oposición que gobernó por años, no con menos prácticas autoritarias: reelecciones amañadas, compra de votos en el Congreso, presión sobre las cortes, estigmatización a periodistas. Ambos bandos comparten una misma lógica: concentrar poder, debilitar los contrapesos, y gobernar a punta de imposiciones o discursos incendiarios.
Esa es la verdadera amenaza a nuestra democracia: no un golpe militar, sino la erosión progresiva del Estado de derecho. Una guerra de trincheras donde el que más grita, gana; donde el que modera, estorba; y donde la ciudadanía queda atrapada en una falsa dicotomía: o con unos o con los otros.
Pero hay otro camino. Uno más difícil, pero más necesario que nunca: el de un gobierno de unidad. No un pacto por conveniencia, sino una convocatoria amplia para enfrentar, con responsabilidad, los desafíos del país.
Ese camino solo puede abrirlo el centro. No el centro de los que se quedan callados por cálculo, sino el de quienes defienden con firmeza la Constitución del 91, el equilibrio de poderes, la prensa libre y las reformas sensatas. El centro que no quiere incendiarlo todo, pero tampoco volver al pasado.
Colombia necesita un liderazgo que convoque a sacar lo mejor de nosotros, que gobierne con ideas, no con odios. Un proyecto que no divida al país entre “pueblo” y “élite”, ni entre “gente de bien” y “castrochavistas”. Que no desprecie lo construido, sino que lo mejore. Que no prometa revoluciones frustradas, sino soluciones reales.
Los retos son inmensos: un sistema de salud en crisis, un déficit fiscal que exige responsabilidad, una creciente inseguridad, una transición energética pendiente, y un cambio climático que no da espera. Para enfrentarlos se necesita algo más que audacia: se necesita sensatez.
El centro tiene una oportunidad histórica. No para jugar a ser árbitro entre extremos, sino para liderar con propósito, para inspirar confianza, para ofrecer un proyecto que no sea ni continuidad ni ruptura, sino evolución.
Sí, es posible un gobierno que represente al país de la Constitución del 91, que respete la democracia, que construya acuerdos. Lo difícil no es imaginarlo, lo difícil es hacerlo realidad. Y si el centro se atreve, no solo tendrá la llave del futuro. Tendrá también la legitimidad de quienes ya no quieren más extremos, sino un país que por fin empiece a avanzar.
El primer paso debe ser construir una coalición que se consolide bajo reglas claras para la elección de un candidato único a la presidencia, un acuerdo programático consensuado en los temas fundamentales y un acuerdo ético que eleve el estándar del debate político.