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En los próximos días la geopolítica mundial podría estar cambiando radicalmente. Un novedoso reequilibrio global no espontáneo pudiera estarse cocinando. Dentro de él las áreas de influencia de cada uno de los dos países más poderosos –China y Estados Unidos– se ampliarían a nuevas fronteras y dispondrían de diferentes componentes.
Un capítulo clave de este nuevo reacomodo pudiera haberse dado ya el pasado fin de semana entre Washington y Moscú en Anchorage. Sería ingenuo pretender que con todos los incendios políticos que las grandes potencias deben apagar en la hora actual a lo largo y ancho del globo, Donald Trump y Vladimir Putin hayan centrado sus conversaciones en el único, aunque trascendente tema de producir la paz en Ucrania. Aun suponiendo que el intercambio entre los dos líderes se circunscribió a las condiciones para un cese al fuego definitivo, es iluso creer que las ansias hegemónicas de Donald Trump se verían satisfechas con una paz pactada para los ucranianos.
Si bien es cierto que para Rusia, y a esta hora, el fin de la guerra es imperativo y el conflicto debe llegar a término más temprano que tarde, el líder ruso no vaciló en imponer, ante su par estadounidense, condiciones que están siendo seriamente consideradas por el presidente republicano y sobre las cuales Donald Trump está actuando de manera inmediata. La exigencia de Putin para considerar un alto definitivo a la agresión parecería ser, según numerosos analistas, la cesión del Donbass a las fuerzas soviéticas. Sin ello no hay paz en el horizonte. Para ello Trump tiene no solo tendrá que negociar con Volodimir Zelensky. Debe ampliar el espectro de sus interlocutores a algunos lideres de Europa, a la Unión Europea como institución, a la OTAN y, es claro que esta vez no puede atender la coyuntura, ni la disyuntiva pacificadora, a punta de aranceles.
Putin dispone –es preciso tenerlo presente– de una carta que puede ser determinante en el ajedrez planteado al mandatario americano. De un tiempo a esta parte, un componente protuberante de la fortaleza que el líder soviético ostenta proviene de la solidaridad activa de Pekín. Ella va bastante más allá del apoyo de Xi al líder ruso frente a la invasión a Ucrania. Hablamos de una alianza estratégica comercial que, aunque es estructuralmente desigual, le resulta vital a Moscú no solo para mantener una presencia de peso en el escenario global. Ella representa una pieza determinante para el sostén de su economía: un tercio de los ingresos federales globales rusos provienen de sus ventas de crudo y gas a China. Ello les ha permitido temperar las sanciones occidentales encaminadas a sacar a Rusia de las corrientes del mercado de hidrocarburos. China, por su lado resulta ser una fuente importantísima de productos industriales que alimentan la maquinaria bélica soviética. Su simbiosis es total y, para Rusia, China es un salvavidas. No olvidemos que del lado chino la alianza tiene como objetivo principal desmantelar el dominio político de Occidente.
Así que Pekín tiene también una voz cantante. Por ello, sin haber sido invitada y sin abrir su boca, China estuvo también sentada en la mesa de conversaciones de Putin y Trump en Alaska. A ello nos referimos cuando aseguramos que la resolución del problema de la paz de Ucrania, comporta mucho más que un cese al fuego regional y que los elementos en juego envuelven a variada cantidad de actores y de circunstancias.
Donald Trump no la tiene fácil. Estamos frente a un reseteo planetario del que apenas estamos viendo un primer capítulo.
