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Juegos de poder

Hoy en Colombia, quien busque legitimidad política inevitablemente pasa por Álvaro Uribe.

hace 4 horas
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Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada

Max Weber, en Economía y sociedad, distinguió con lucidez entre poder (Macht) y autoridad (Herrschaft). El poder, decía, es la capacidad de imponer la voluntad propia sobre otros, aun contra su resistencia. La autoridad, en cambio, es la probabilidad de ser obedecido con fundamento en la legitimidad. El primero se impone; la segunda se inspira. Y esa diferencia, sutil pero decisiva, explica por qué unos nombres se desvanecen al salir del poder, mientras otros se vuelven referentes perdurables para la historia.

En Colombia, pocos han sabido trascender el instante del poder para convertirse en encarnación de autoridad. El poder es siempre circunstancial, depende de los votos, los decretos o la fortuna política. La autoridad, cuando se conquista, se instala en la conciencia colectiva.

En Antioquia, tierra de notables y de sabidurías que trascienden el bien y el mal, esa distinción se entiende con claridad ancestral. En cada pueblo había un hombre o una mujer cuya palabra valía más que el mandato del alcalde: no tenían poder, pero tenían toda la autoridad. Álvaro Uribe Vélez pertenece a esa estirpe.

Hoy no ocupa cargo alguno. No puede firmar un decreto, ni nombrar un embajador, ni mover un peso del presupuesto nacional. No hay puentes, ni premios Nobel, ni “fellowships” en universidades de EEUU, con su nombre. Y, sin embargo, cuando se discute el rumbo del país -una reforma pensional, la seguridad en el Cauca, los desafíos económicos, o las alianzas electorales-, su voz resuena como si aún habitara en Palacio. No porque pueda imponer su voluntad, sino porque millones, incluso aquellos que lo enfrentan, reconocen en él una legitimidad que sobrevive a la coyuntura.

El poder, por definición, se desgasta. Varios hombres que dirigieron Colombia lo ostentaron: mandaron sobre las Fuerzas Armadas, tuvieron respaldo legislativo, visibilidad internacional. Fueron presidentes, con mayúscula. Pero al entregar la banda, su palabra se volvió eco. Escriben, viajan, participan en foros, a veces posan de influencers, pero su voz ya no convoca. Su influencia terminó donde acabó su mandato.

Uribe, en cambio, no necesita el aparato del Estado para seguir siendo punto de referencia. Cuando opina, los mercados reaccionan, los congresistas ajustan sus discursos, los ministros se preparan para responder y los adversarios miden con cautela su réplica. Es la intuición de que su lectura del país proviene del conocimiento real, de haber recorrido veredas, hablado con campesinos, empresarios y soldados, de haber gobernado con la piel expuesta al polvo y no desde la distancia aséptica del poder burocrático o de un salón de club. Esa autoridad, tejida con coherencia y constancia, no la concede la ley sino que la otorga el pueblo.

Por eso, hoy en Colombia, quien busque legitimidad política inevitablemente pasa por Uribe. Su respaldo pesa y su rechazo se interpreta. No porque tenga el poder de ejecutar, sino porque su palabra aún define la temperatura política del país.

En la historia contemporánea, Álvaro Uribe Vélez encarna la paradoja de Weber: perdió el poder, pero conserva la legítima obediencia moral que solo despierta quien ha gobernado con propósito y permanecido fiel a sí mismo. Los demás han ocupado el Palacio; él, la conciencia nacional. Y esa, en última instancia, es la diferencia entre el ruido del poder y la presencia perenne y silenciosa de la autoridad que hoy, es determinante, para vencer el populismo de izquierda en 2026.

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