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El mensaje es aterrador: en lugar de consolidar la presencia del Estado en regiones históricamente abandonadas, se las entrega al grupo armado ilegal más poderoso del país.
Colombia no debería repetir la historia para darse cuenta de que no puede cometer el mismo error dos veces. Y, sin embargo, con el “marco de entendimiento” firmado el viernes pasado entre el gobierno de Gustavo Petro y el Clan del Golfo pareciera que el país no hubiera aprendido: se trata de una negociación sin sustento jurídico, sin garantías de paz y con una peligrosa concesión de poder territorial en regiones vulnerables justo en tiempo de elecciones.
Nos hace recordar, en algunos pasajes, lo ocurrido con el Caguán en el gobierno de Andrés Pastrana: un proceso de paz sin agenda, sin marco legal, que solo consistía en ceder territorio a los criminales para ver que se negociaba con ellos. Y que al final, como la historia lo ha demostrado, terminó fortaleciendo a las Farc –el grupo de moda en el bajo mundo en ese entonces–.
Ahora el grupo más poderoso es el Clan del Golfo. Al menos tiene más miembros que el Eln o las disidencias de las Farc, y ha convertido las rentas ilegales en su más lucrativo negocio: desde el narcotráfico hasta las minas de oro. El presidente Petro suele sacar pecho diciendo que ningún gobierno ha incautado tanta cocaína como el suyo. Pero se le olvida decir que nunca antes se había mandado tanta droga desde Colombia al mundo: se producen 3.000 toneladas de cocaína, según la ONU, y apenas se incautan 900. Es decir, ni siquiera el 40%.
Y ese dato no es menor de cara a este proceso que se inicia bajo el ‘Pacto de Qatar’. El Clan del Golfo no es una organización con mando y control centralizado sino una fusión de muchas empresas criminales. Por eso, cuando alias Otoniel –el otrora capo hoy extraditado– intentó entrar en los diálogos con el gobierno de Juan Manuel Santos fracasó por pugnas internas. Lo hizo a través de un mensaje público al papa Francisco, justo cuando estaba de visita en el país en 2017.
El documento suscrito en Doha, Qatar, entre delegados del Gobierno –en cabeza de Álvaro Jiménez, asesor de la oficina de Paz de Presidencia–, y del autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia, le falta un elemento esencial: la legalidad. Ni hay ley de sometimiento vigente, ni cese al fuego pactado, ni un plan detallado de implementación.
El acuerdo contempla, en cambio, la puesta en práctica de “acciones piloto” en 15 municipios (cinco de Córdoba, cuatro de Antioquia, cuatro de Chocó y dos de Bolívar). Y sobre todo la instalación de zonas de ubicación temporal de tres municipios (dos de Chocó y uno de Córdoba), a partir del primero de marzo de 2026, apenas siete días antes de las elecciones presidenciales.
El mensaje es aterrador: en lugar de consolidar la presencia del Estado en regiones históricamente abandonadas, se las entrega al grupo armado ilegal más poderoso del país. ¿Qué puede significar esta decisión para los habitantes de Tierralta, Unguía y Belén de Bajirá, sino la legalización del dominio de quienes los han sometido a décadas de terror?
Como ñapa, la firma de este acuerdo se trasmitió en árabe. ¡En árabe! No hubo traducción al español. Sin duda, todo está ocurriendo lejos de las posibilidades de hacer una veeduría.
El país está en el peor de los mundos. El pacto de Qatar es un gana-gana para Petro y para el Clan del Golfo. Y tiene la pinta de ser un pierde-pierde para el resto del país. El grupo criminal espera el perdón de sus penas, poder mantener multimillonarios bienes y también, seguramente, que no los extraditen. Y para el petrismo es un pacto que puede resultar útil para sus propósitos electorales. ¿O de qué otra manera se explica iniciar esta suerte de zona de distensión una semana antes de las elecciones al Congreso?
Ahora bien, la crítica no basta. El país necesita una salida realista y responsable. Si el gobierno de Gustavo Petro desea avanzar en la desarticulación del Clan del Golfo —objetivo loable en sí mismo—, debe replantear el enfoque.
Lo primero sería retirar toda pretensión de negociación política –no se puede olvidar que el Clan del Golfo es un cartel narcotraficante– y redirigir el proceso hacia un sometimiento individual y colectivo, basado en la ley y en el marco constitucional vigente. Suspender la implementación de zonas de ubicación sin sustento jurídico, que hoy solo alimentan la expansión territorial de estas estructuras. Presentar y aprobar una ley de sometimiento que establezca penas efectivas, mecanismos de justicia restaurativa y reparación para las víctimas. Articular una política de seguridad integral, que no dependa de negociaciones frágiles ni de pactos transaccionales, sino de una estrategia territorial para recuperar el control de los 316 municipios donde delinque el Clan del Golfo.
No se trata de renunciar a la paz, sino de salvar su sentido. La “paz total” –que también ha sido bautizada como “el caos total” y el “el desorden total”– no puede convertirse en un eufemismo para la impunidad total ni en una estrategia para perpetuar el poder político. Entregar el territorio a cambio de supuestas promesas de desarme no es paz: es claudicación.