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Por Federico Arango Toro - fedearto@icloud.com
Una sociedad no se sostiene solo por leyes ni por discursos. Lo que realmente la teje es un acuerdo invisible, pero fundamental, que todos asumimos de forma tácita y debemos respetar y cumplir por igual; se trata del denominado ´Contrato Social´. Es la aceptación de que para convivir, debemos renunciar a una libertad absoluta y someternos a reglas comunes. A cambio de esa renuncia, esperamos obtener algo inmensamente valioso tal como son orden, seguridad, respeto mutuo, convivencia pacífica, bienestar y posibilidades de progreso y desarrollo personal y colectivo.
Este pacto no se expresa únicamente en la Constitución, normas o códigos. También se certifica, nutre y sostiene con los comportamientos y gestos que cotidianamente hacemos sin que nadie nos esté obligando. Parar ante un semáforo en rojo no es una pérdida de libertad, sino un acto de confianza en que los otros harán lo mismo y tendremos mayor seguridad vial; bajar el volumen de la música por la noche no responde a una norma escrita, sino al respeto por el derecho ajeno; no colarnos en una fila, ceder el asiento a una embarazada etc. Así se construye y nutre la convivencia; con leyes sí, pero también con empatía, respeto, consideración y sentido de comunidad.
Sin embargo, para que ese pacto funcione cabalmente, debe ser creíble, y su credibilidad depende del ejemplo que todos demos a diario. Además, si quienes ejercen el poder se comportan como si las normas fueran opcionales, el acuerdo se debilita. Ellos en el ejercicio de sus responsabilidades, también deben enseñar y construir con el ejemplo y nunca perder de vista que no basta la sola gestión ejecutiva. Las conductas del poder educan, para bien o para mal, y cuando desde arriba se valida la desobediencia, abajo prospera la desconfianza, la legitimidad se erosiona y con ella se desvanece el compromiso colectivo.
La política de Paz Total, más allá de sus intenciones, ha transmitido un mensaje corrosivo. Se ofrecen reconocimiento y beneficios a estructuras armadas que han violado las normas básicas de convivencia, mientras millones de ciudadanos cumplidores siguen esperando protección efectiva. Esta asimetría moral envía señales desmovilizadoras a la ciudadanía, indicando que portarse bien no paga, que cumplir la ley no tiene premio, que el Estado retrocede ante criminales cuando, por el contrario, debería afirmarse.
En departamentos como Antioquia, y otros más, lo que se percibe no es una presencia institucional renovada, sino una ausencia que deja espacio al control de grupos armados y a la sociedad desprotegida. Al mismo tiempo, la confrontación con las cortes y otros órganos de control fortalece la idea de que las instituciones se pueden despreciar, que la legalidad es un obstáculo y no un principio rector. Así se resquebraja el contrato social, no con un acto único, sino con el ejemplo reiterado de que las reglas estorban.
Reconstruirlo es una necesidad urgente. No se trata solo de cambiar políticas o gobiernos. Se trata de restaurar la legitimidad, exigir coherencia a los líderes y renovar el compromiso cívico de todos. Cada acto de respeto por la norma, cada gesto de cuidado por el otro es una forma de tejer de nuevo ese pacto esencial. Porque cuando desaparece el contrato social, no se pierde solo la ley. ¡Se pierde la posibilidad de tener país!