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La ciudad sin memoria

Los cementerios permanecían vacíos, solo eran visitados por nostálgicos que habían decidido nunca olvidar a sus muertos, o por melancólicos que compraban recuerdos de difuntos ajenos.

hace 1 hora
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  • La ciudad sin memoria

Por Dany Alejandro Hoyos Sucerquia - @AlegandroHoyos

Hace poco visité una ciudad en la que el gobierno decretó el libre mercado de la memoria. Los ciudadanos podían desechar, donar, vender, o comprar recuerdos improductivos. La intención era liberar la memoria de los ciudadanos para que se enfocaran en lo que muchos consideraban relevante: los hechos, los datos, lo palpable.

Aquello era regulado por el Departamento de la memoria. Entonces, comenzó el tráfico de recuerdos. La gente vendía sus recuerdos inútiles a personas gustosas de disfrutar con pequeñeces como: escuchar el mar, un viaje, un duelo, la huella de un abrazo, o la sensación de plenitud al mirar el amor de alguien en sus ojos. Los afortunados que tenían sobre carga de momentos felices los vendían a aquellos con escasez de alegrías propias. Algunos gustosos de nostalgia compraban recuerdos tristes (inservibles), en el mercado negro.

Trabajaban en clandestinidad los artistas, comediantes, escritores, historiadores, músicos y todas aquellas profesiones que hicieran recordar momentos inútiles. Las librerías, los bares y los museos quebraron. Destruyeron las estatuas. Los colegios y las calles pasaron a ser nombradas con números.

En política, después de cada mandato, la gente desechaba los recuerdos de ese gobierno, los dejaba en la puerta para ser recogidos por los recolectores de basura histórica. A veces los vagabundos buscaban en los recuerdos botados una clave de banco o algo para chantajear a otros. Tarea difícil pues no es posible chantajear a quienes no conocen el motivo por el cual son extorsionados, pero sembraban la duda. Muchos no sabían si las cosas realmente existieron y fueron olvidadas o nunca pasaron.

Cada político podía volver a gobernar y nadie refutaba porque para ellos todo era nuevo. Las avenidas eran arregladas, dañadas y vueltas a reparar. La gente creía ser feliz. Decían que la historia era el germen del caos, las protestas y las muertes. El origen de la depresión. Recordar enloquece, decían. A veces algún delincuente de la memoria, que conservaba sus recuerdos, trataba de hacerlos entrar en razón, pero la gente respondía:

— No sé, no recuerdo eso. Tal vez lo estás inventando—.

Los rebeldes que no querían olvidar andaban por ahí buscando a alguien que los recordara. Vi a un hombre suplicarle a una mujer que lo amó, pero ella no lo recordaba. Lo sacaron a rastras del restaurante para llevarlo al centro del olvido, el lugar de reclusión de los delincuentes de la memoria.

Los cementerios permanecían vacíos, solo eran visitados por nostálgicos que habían decidido nunca olvidar a sus muertos, o por melancólicos que compraban recuerdos de difuntos ajenos. El precio era bajo, a casi nadie le interesaba ser recordado.

Por ahora, eso es lo que recuerdo de esa ciudad. ¿Dónde queda? No lo sé. Cuando un visitante sale de allí solo le permiten llevarse algunos recuerdos, los inútiles. Debe desechar la ubicación, el nombre y todos los datos de identidad. Tal vez esa ciudad no exista y sea un invento mío, o una señal de alerta de mi miedo a perder la memoria.

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