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La esperanza como obligación

hace 3 horas
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  • La esperanza como obligación

Por Aldo Civico - @acivico

“Difícil imaginar futuros y esperar en tiempos tan duros”, me confesó hace unos días una amiga, y en sus palabras reconocí el suspiro de muchos colombianos. Agosto ha sido un mes de sombras: el asesinato del senador Miguel Uribe Turbay; los atentados en Cali y Antioquia que segaron decenas de vidas; la violencia irracional en el Movistar Arena durante un concierto; y el paro minero que paralizó comunidades y cobró vidas en Boyacá. Todo ello traza el panorama de un país exhausto, sin aliento, donde el dolor se acumula y la confianza se resquebraja.

Ante este escenario, la esperanza parece un lujo ingenuo, casi imposible. Pero quizá ocurra al revés: es en la oscuridad cuando la esperanza deja de ser una opción y se convierte en una obligación. Porque las virtudes no brotan en la comodidad. La valentía surge frente al miedo. La paciencia se forja en la espera. Y la esperanza nos guía justamente cuando todo nos empuja hacia la resignación, el cinismo, el fatalismo o la apatía. San Agustín describía la esperanza como la virtud del peregrino: el aliento que sostiene al caminante en medio de una travesía marcada por el mal y la incertidumbre. No implica ignorar el sufrimiento, sino seguir avanzando hacia un horizonte de bien, aunque los pasos estén rodeados de sombras. Para él, la esperanza no se limita a la promesa de un más allá, sino que nos impulsa a trabajar por el bien común aquí y ahora, incluso cuando las circunstancias invitan al egoísmo o a la violencia. Siglos después, Viktor Frankl, en la crudeza de los campos de concentración, demostró que la esperanza puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Observó que quienes encontraban un sentido a su sufrimiento —el reencuentro con un ser querido, una tarea pendiente, un propósito trascendente— aumentaban sus probabilidades de sobrevivir. La esperanza, lejos de ser un consuelo ingenuo, se revela como una fuerza vital capaz de sostener al ser humano ante lo intolerable.

Ambas perspectivas —la del peregrino de Agustín y la del superviviente de Frankl— nos recuerdan que la esperanza es, al mismo tiempo, profundamente humana y extraordinariamente práctica. No es evasión ni resignación, sino disciplina del espíritu. Se alimenta con actos deliberados y concretos: imaginar un futuro posible, preservar la bondad en lo cotidiano, resistir el cinismo pese a las incontables razones para ceder. Cada gesto de dignidad en medio del caos enciende una chispa de esperanza. Por eso, cuando alguien me dice que es difícil esperar en tiempos tan duros, le respondo que sí, lo es, pero es precisamente ahora cuando más necesitamos hacerlo. La esperanza es frágil, como un débil rayo de luz en la noche, pero incluso ese destello basta para orientarnos. Y si nos dejamos guiar por él, abrimos la puerta a un horizonte distinto para nosotros y para Colombia. Como decía Agustín, “La esperanza es el alimento del alma: mientras vivimos en el camino, necesitamos de ella para no desfallecer”. Colombia sigue en camino y, por ende, la esperanza se convierte en una obligación.

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