“25 de marzo.
Ayer, explicaba a Damisch que la emotividad pasa, que queda la aflicción.
Me dijo: No, la emotividad regresa, ya verá usted”.
Roland Barthes. Diario de duelo. 1978
La muerte es algo que sucede de un modo que apoca las palabras. Cualquier intento por dibujar en homenaje al muerto está cercado por el aturdimiento de lo inesperado. Habría que darle tiempo a la muerte para que se convierta en memoria. El dolor viene en oleadas, pero siendo la muerte el instante y el lugar del epílogo insondable y misterioso, es natural observar y asumir que toda gran vida ha venido arrastrando una gran memoria. Al menos es lo que he pensado desde hace unos días con la repentina desaparición del músico Taylor Hawkins. Entregaba tanto y de tal modo su alma en cada concierto, en cada gira, que vino a Colombia justo a eso, a perpetuarse en nuestras vidas un instante antes de sentarse en su batería, y compartir su tropel rítmico con todos los que amamos la música de Foo Fighters. Por eso atiendo que estas palabras, todavía precipitadas, le hablan con amor, profundo respeto y agradecimiento a él, a su música y su legado. Algunos, desprevenidamente dirán que es absurdo atender en homenaje al hombre que muere justo antes del ritual que lo hizo célebre en vida, pero es que he decidido desmarcarme aquí de las circunstancias y los aspectos que acabaron con su existencia. Taylor Hawkins es y será uno de los más grandes bateristas de rock que hayamos celebrado. Lo único que hay más allá de eso, pertenece al umbral de su privacidad, la misma que todos tenemos y esperamos que sea respetada en el inventario cultural del espectáculo, por más propiedad pública que tenga nuestro nombre. Él era Taylor Hawkins, baterista, cantante, compositor, amigo, hijo, hermano, padre y esposo. Ser humano.
La primera vez que vi la figura de este baterista fue en un video en vivo de la cantante Alannis Morissette. La energía de la canción le venía bien a ese performance. Mezclaba erupción y exorcismo. Su dinámica en la batería, sin duda, le otorgaba brío e impulso a cada sección. Era el tipo de baterista que iba más allá de los tecnicismos, del groove y del feeling: todo en él era ritmo primitivo, fuerza y explosión. Cada canción con Taylor Hawkins, en adelante, las presentía como un reto físico que se impone alguien de forma brutal y brillante. Fue años después cuando supe que aquel hombre de rubio exagerado y sonrisa repentista, era el nuevo integrante de la banda formada por Dave Grohl. Todo encajaba, arte, pasión, melodía y ritmo. Todo era como el rastro etimológico de su nombre “Taylor”: estaba hecho a la medida. Con él, Foo Fighters alcanzó la cota más alta y definitiva. En él, reposó parte del carisma que los elevó a la categoría de leyendas vivas. Quedará para la historia cómo aquel texano fue el motor rítmico del ex baterista de Nirvana, algo único, monumental, y al mismo tiempo irremediable.
Desde entonces mi vida, como la de muchos fanáticos, comenzó a ser trazada por las canciones que hoy son la banda sonora de muchos instantes y circunstancias. Y es ahí, en ese pequeño intersticio, donde el músico se hace ídolo. Allí donde una letra y una melodía con su tiempo preciso nos hacen vibrar, reír, llorar, celebrar. Además de brillante como músico, se hizo habitual verlo asumiendo roles como personaje de los videos de la banda. Como azafata en Learn To Fly, como golfista y atracador en Walk, Taylor Hawkins llevaba la vitalidad de las canciones al performance actoral con total naturalidad. No es raro que hoy Foo Fighters tenga una recién estrenada película que no he podido y no he querido ver. Tengo entendido que en ella el personaje de Hawkins muere. Todo es memoria. Y en adelante, tributo y amargura. Elegir cuál fue su mejor interpretación será cosa de los expertos musicales. Mi juicio, individual y por lo tanto arbitrario, se queda con All My Life y The Pretender. Cada elemento de la batería en esas canciones suena imponente. Y noten que ese “suena” se escribe en presente, porque Taylor Hawkins ha quedado en el registro de los grandes y no dejará de sonar aun después de su muerte, esa que aconteció para nosotros, los fanáticos de Foo Fighters, de la forma más surrealista posible: instantes previos a su acostumbrado ritual.
