En un retrato ya emblemático del fotógrafo Ramón Giovanni, la artista Beatriz González mira directamente a la cámara con esa expresión tan característica suya, firme, franca, sabia, cercana y contundente. Detrás suyo cuelga un afiche descolorido con un círculo cromático que le dibuja una “aureola” alrededor del rostro. De brazos cruzados, con la mano izquierda empuña sus pinceles. Me gusta ese retrato porque con sus elementos — el círculo cromático, el trazo (los pinceles), las palabras (sugeridas en su gestualidad) y su mirada— habla de su dedicado “apostolado” (en una entrevista dijo que ella se siente “como la apóstol de la reportería gráfica”, al “salvar” las fotos de prensa antes de convertirse en basura). Una labor en la cual, para mí, los colores forman el halo más luminoso y quizá también, a tono con sus metáforas, el más sagrado.
Beatriz González ha dicho que toda su “obra es pintura”. Desde sus primeras series expuestas en 1964, cuando la crítica la consideró una artista “fina e inteligente”, ella se dedicó a desmontar esos señalamientos y, de paso también, oponerse al gusto refinado que su madre buscó inculcarle. En ese propósito, del óleo pasó a usar esmaltes comerciales de Pintuco aplicados sobre láminas de metal, como las vallas comerciales de entonces, que luego ensamblaba en muebles populares o pintaba sobre distintos objetos y soportes corrientes. Sus referencias fueron imágenes de obras del arte europeo, según ella, “en su paso por el mundo del subdesarrollo”; fotografías mal impresas tomadas de los periódicos; láminas coloridas de Gráficas Molinari que simulaban los efectos de pinturas para consumo “popular”, y cuyos colores vivos quiso trasladar a su trabajo, sumados a los tonos “anaranjados, verdes y vino tinto” que tomó de sus recuerdos de infancia, de la iglesia en Bucaramanga.
En este ir y venir de su obra, al trasladar imágenes de un sistema visual a otro para controvertir valores establecidos —de clase y del arte clásico—, y por más tosca y “mala” pintura que Beatriz González se propusiera hacer; por más estridentes, no convencionales y contrastados que fueran sus combinaciones de color (por ejemplo, al usar los contrastes entre tonos cálidos y fríos que según los manuales no armonizan de ninguna manera; o al invertir las relaciones de figura y fondo) a mis ojos, resultan composiciones meditadas, que deliberadamente se soportan en un conocimiento sobre ese lenguaje profundo y silencioso que estructuran las relaciones de color y los elementos de la obra, así como un saber sobre la historia de la pintura.
Sus colores en ese momento eran vivos, llamativos, “polifónicos”, brillantes y dulcemente contrastados —complementarios opuestos acompañados de sus tonos vecinos atenuados—. A comienzos del siglo diecinueve, Goethe afirmaba que los colores vivos eran los predilectos de “los pueblos salvajes, la gente sin formación y los niños”. Seguramente para controvertir esa perspectiva clasista y clasicista, Beatriz González prefería esos colores a la hora de traducir la imagen de prensa y el “Arte” (con mayúscula) al lenguaje y los métodos del gusto popular local.
En 1985, cuando el presidente de turno se reunió con sus generales y ministros para definir la estrategia de retoma del Palacio de Justicia, ocupado por el grupo guerrillero M-19, le dijeron: “Señor presidente, qué honor estar con usted en este momento histórico”. Ese entusiasmo militar por recuperar el “orden” al desplegar todo su poder bélico, dejó más de un centenar de muertos, entre ellos, once magistrados y varias personas desaparecidas. (Posteriormente, los cuerpos fueron encontrados e identificados, y los militares, condenados). Si hasta entonces, Beatriz González hacía una crítica jocosa a las distinciones de clases o a las extravagancias presidenciales, a partir de ese momento, su atención se dirigió hacia la tragedia de las víctimas, hacia el montón de muertos, de desaparecidos y de madres en duelo que mostraban que ya era imposible negar, en medio del conflicto bélico, nuestra fragilidad y vulnerabilidad como seres humanos y como naturaleza.
Beatriz González realizó varias obras sobre ese trágico “momento histórico”. La primera fue un trabajo en carboncillo y pastel sobre papel, en el que ubicó en el primer plano de la escena, los restos de un cuerpo calcinado. En las otras pinturas, más coloridas, ubicó un arreglo de anturios. A partir de ese cuerpo calcinado, su obra cambió: el dibujo se hizo cada vez más presente y expresivo, regresaron los óleos y los lienzos, y su paleta de colores se simplificó, mientras exploraba relaciones de color que pudieran hablar del dolor de las víctimas, del suyo, del nuestro, pues, como dice Judith Butler, “aunque mi vida no sea aniquilada en la guerra, algo de ella queda destruido en el momento en que desaparecen otras vidas y otros procesos vitales”.
