language COL arrow_drop_down
Generación — Edición El Cambio
Cerrar
Generación

Revista Generación

Edición
EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • A 75 años de la primera Vuelta a Colombia
  • A 75 años de la primera Vuelta a Colombia
  • A 75 años de la primera Vuelta a Colombia
  • A 75 años de la primera Vuelta a Colombia
Edición del mes | PUBLICADO EL 15 agosto 2025

A 75 años de la primera Vuelta a Colombia

La Vuelta a Colombia cumple 75 años, atrás quedaron esas carreras por carreteras destapadas y polvorientas que, tras su paso por pueblos, dejaban alegría y fiesta.

Sinar Alvarado

Aquí no había carreteras ni seguridad para recorrerlas. Territorio sí: ancho y fragmentado. Pero la pobreza y la violencia limitaban la movilidad, y la mayoría nunca lo había transitado. Allá afuera, lejos del pueblo y detrás de las montañas, muchos ciudadanos sabían que había otros con quienes compartían nacionalidad, pero no los conocían ni habían pisado jamás sus predios. Para combatir este desconocimiento mutuo debió realizarse una quimera: la de recorrer el país a pura pierna. Tuvimos que esperar hasta 1951, cuando 35 aventureros, asistidos por el vehículo más popular y barato, salieron a pedalear entre valles y cordilleras durante la primera Vuelta a Colombia en bicicleta. De ahí en adelante, los pobladores de estas tierras siguieron sus desplazamientos por el mapa y empezaron a concebir una verdadera idea de nación.

El precursor fue Efraín “El Zipa” Forero, de Zipaquirá, Cundinamarca, un ciclista de medio tiempo que pedía permiso en la fábrica de gaseosas donde trabajaba para forjar sus piernas en escaladas excesivas. “El Zipa” era un lector asiduo de revistas deportivas europeas, y en ellas descubrió que sus colegas por allá giraban en competencias alrededor de países mucho más pequeños. “Si ellos pueden, nosotros también”, deliró. Y para demostrarlo, convenció con hechos a los escépticos: una mañana bajó desde Bogotá hacia las tierras bajas, hasta el caluroso valle del río Magdalena, y por una cuesta que entonces era de tierra y barro, en 80 kilómetros de ascenso continuo, trepó la Cordillera Central hasta el Alto de Letras, en un páramo ubicado por encima de los 3600 metros. Desde allí se descolgó hasta Manizales, llegó al centro de la ciudad como venido de otro mundo y necesitó a varios testigos de su hazaña para convencer a los incrédulos: sí, había completado el viaje desde la capital en bicicleta.

A partir de esta confirmación, todos los años se empezó a celebrar la Vuelta a Colombia. Incluso vinieron deportistas extranjeros. Y en cada carrera los ciclistas eran corresponsales que portaban las noticias de un país imaginario y lejano. A las vías que conectaban los pueblos con el resto del mundo salían las familias en procesión, vestidas de domingo; y desde la orilla veían pasar —a gran velocidad en los llanos y en las bajadas, lentos y tortuosos en las subidas— a los heraldos que venían de lugares remotos y enseguida continuaban hacia otros situados más adelante. Los atletas cruzaban una vasta geografía que les iba mostrando cambios en su tránsito: variaba el terreno, la vegetación y la temperatura; mutaban los acentos, la comida y las formas de las viviendas campesinas.

El relato de estas peregrinaciones se multiplicó a través de los medios: una caravana nutrida y vocinglera seguía a los corredores durante cada etapa de la carrera. Los fotógrafos viajaban en motocicletas y registraban de cerca las escaladas forzosas entre pedregales, o los arroyos que debían vadear los competidores entre los pliegues de las montañas. Las emisoras de radio patentaron camionetas provistas con una escotilla en el techo, como un submarino parlante, donde se asomaba el narrador, micrófono en mano, para transmitir desde ahí la acción a los oyentes de todo el país. Los periódicos de circulación nacional y regional publicaban crónicas diarias que se leían a página entera. Y la televisión, que recién había llegado al país en 1954, desde el año siguiente empezó a proyectar imágenes de la prueba mayor. A mediados de los años ochenta ese espectáculo estuvo también disponible a todo color.

El romance llegó como una consecuencia irresistible: la gente se unió alrededor de sus héroes. Hombres sacrificados que venían de las clases populares y emergían hacia la fama a golpe de pedal. Desde el principio y por encima de cualquier otro deporte, el ciclismo le dio a Colombia victorias memorables y, sobre todo, un sentido de posibilidad: con él descubrimos que podíamos ganar cosas importantes y vencer a los más grandes aunque las condiciones fueran adversas. Así, como todo virus, la pasión ciclista se regó por contagio: muchos nuevos corredores empezaron desde niños y se hicieron profesionales por imitación. Al ver que otros viajaban y triunfaban en bicicleta, ellos también se antojaron.

Detrás de Efraín “El Zipa” Forero, el campeón original, el que ganó la primera edición de La Vuelta, muchos recuerdan una larga cadena de sucesores: Ramón Hoyos, Rafael Antonio Niño, Cochise Rodríguez, Lucho Herrera y tantos otros. Ellos son los más conocidos, pero en los archivos figura otra lista menos obvia, y sin embargo relevante: Hernán Medina Calderón, “El príncipe estudiante”, el primer ciclista que fue a la universidad y se graduó de ingeniero, en un gremio que a duras penas completaba la primaria o el bachillerato. Giovanni Jiménez, el pionero solitario que se mudó a Bélgica, disputó carreras clásicas y debutó en una de las Tres Grandes, la Vuelta a España de 1974. Y decenas de atrevidos que corrieron en Europa con las uñas y no lograron triunfos, pero en su tránsito abrieron trocha para todos los que venían detrás.

El propósito principal de La Vuelta fue deportivo: “El Zipa” y otros testarudos pretendían recrear una versión criolla del Tour de Francia. Pero muchos alrededor la consideraban imposible: a la ausencia de carreteras se sumaba la altura excesiva de nuestras montañas y la escasez de oxígeno que enrarece el aire allá arriba. Pero el proyecto empezó a cuajar con el apoyo de algunos patrocinadores privados; y luego con el respaldo del gobierno, que llegó movido por un interés político. Colombia en aquellos años, mediados del siglo XX, intentaba dejar atrás el trauma del Bogotazo, pero al mismo tiempo estaba lista para entrar de lleno en la década que vio nacer a sus guerrillas más longevas. El país coqueteaba con la guerra civil y el presidente Laureano Gómez intuyó que podía apaciguar los ánimos con una buena dosis de épica deportiva.

Aquí surge otro paralelo con el ciclismo europeo. En Italia, durante el verano de 1948, la extrema derecha atentó contra el líder comunista Palmiro Togliatti, y la nación entera, cuya unidad era reciente y frágil, empezó a crujir bajo el peso de la violencia intestina. El presidente del Consejo de Ministros, Alcide De Gasperi, pensó en la única persona que podía reconciliar a ese pueblo escindido: Gino Bartali, un ídolo del ciclismo italiano, que en aquel momento corría el Tour de Francia. Una mañana lo llamó por teléfono al hotel donde descansaba entre etapas: “Gana, campeón. ¡Salva a tu país!”, rogó. Y Bartali, el capo devoto, impulsado por un deber patriótico que excedía lo estrictamente deportivo, llegó a París con el jersey amarillo del líder. Nunca sabremos si habría ganado de todas formas, pero la celebración unánime por su título calmó los odios en casa y salvó a la patria.

En Colombia, desde fines del siglo XIX, el ciclismo también fue una manifestación social poderosa y atractiva para las masas necesitadas de héroes. En esos años tempranos ya existían clubes ciclistas en Bucaramanga y un primer velódromo en Bogotá, donde la clase media se juntaba para vitorear a sus corredores favoritos. Pero fue en el transcurso de nuestro siglo XX cruento cuando las bicicletas en competencia se consolidaron como una suerte de refugio moral para una sociedad cansada de temer y sufrir. Donde más caló la idolatría y la esperanza fue entre la clase baja, que no podía ni debía pagar un boleto de entrada para ver en primera fila a sus héroes. Discriminados por un sistema desigual, los colombianos desfavorecidos encontraban en los ciclistas a sus mejores representantes. Por eso acudían orgullosos al espectáculo de su coronación pública.

Ese furor ha decaído en los tiempos modernos, pero los altibajos son naturales y existen incluso en el Tour de Francia, la meca del ciclismo por etapas, donde han pasado 40 años sin ver ganar a un campeón local. Y aún así las curvas sinuosas de los Alpes y los Pirineos se convierten cada verano en campamentos multitudinarios donde los entusiastas esperan durante días por el privilegio de ver pasar a los ciclistas como un soplo fugaz.

En el caso colombiano se podría aventurar una tesis. Por un lado, la sobreabundancia de pantallas ha vuelto más accesible el ciclismo de competencia: cualquiera puede ver en su teléfono la enésima repetición de una carrera desde distintos ángulos, sin necesidad de estar parado durante horas junto a la vía. Además han prosperado algunos éxitos en otras disciplinas, y los ciclistas ya no cargan solos el compromiso de una victoria que alimente el orgullo nacional.

Pero debemos estar claros: la vista del pelotón desde la cuneta es una experiencia única e intransferible. Por eso, aunque haya bajado el furor, todavía un rebaño nada despreciable se reúne en muchos pueblos y ciudades de Colombia para asistir al tránsito de los corredores —mitad monjes, mitad soldados— que se juegan la vida impulsados por la ambición. Nosotros, la inmensa mayoría, sólo podemos asistir como espectadores, y vemos este deporte de afuera hacia adentro. Sólo ellos tienen el punto de vista opuesto. En sus largas cabalgatas alrededor del país han visto y seguirán viendo nuestro territorio desde una platea privilegiada: a ras del suelo. Ellos son protagonistas y al mismo tiempo espectadores. La transformación de nuestra sociedad en 75 años de historia, y los avances en la conexión de nuestra patria fraccionada, han ocurrido mientras ellos observan. Los ciclistas han sido viajeros y testigos de nuestro tiempo. En su propósito de correr la Vuelta a Colombia han completado una larga vuelta a la colombianidad.

Revista Generación

© 2024. Revista Generación. Todos los Derechos Reservados.
Diseñado por EL COLOMBIANO