Había mucha tensión. Este no era un clásico cualquiera, sino uno de cuadrangulares, donde los equipos se juegan la vida y todo el mundo lo sabe. Por eso los aficionados de ambos equipos cantaron como desquiciados desde antes del inicio del partido. Los del DIM en occidental, oriental y norte, donde tenían cientos de parafernalias desde temprano. Los de Nacional, por su parte, hicieron fiesta en los bajos de su mientras los futbolistas calentaban.
Los jugadores se cambiaban en los vestuarios cuando las hinchadas competían por ver cuál cantaba más duro. Los del Medellín iniciaban y los de Nacional, que en la esquina suroccidental del estadio estaban separados de los hinchas rojos por una reja improvisada –compuesta por 12 vallas de las que se ponen para los conciertos en el estadio– respondían.
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Había mucho nerviosismo. Todos querían demostrar que habían preparado cualquier cosa mejor. Quizás por eso, cuando los equipos salían a la cancha los aficionados de Nacional activaron su pirotecnia de manera precipitada, tan rápido que nadie lo esperaba y después el espectáculo se lo llevó la anilina azul, roja que lanzó, acompañada de juegos pirotécnicos, los adeptos del DIM.
Algo parecido ocurría en la cancha. Los equipos se medían. En una cancha de fútbol parecía ocurrir lo que pasa con los velocistas de ciclismo en la pista en las primeras vueltas: se miraban con recelo, con el rabo del ojo, para medirse las fuerzas, saber qué hará el rival. Tanto Medellín como Nacional hicieron un planteamiento muy táctico que pareció lento, aburrido, por pasajes.
Ambos entrenadores aprendieron de los errores cometidos en los últimos clásicos. Por eso atacaban con orden y se replegaban con velocidad. Cuando el cuadro verde tomaba la pelota, el Medellín armaba una línea de cuatro o cinco defensas. Si el DIM lograba hilvanar una cadena larga de pases para elaborar el juego que acostumbra, los verdolagas armaban una línea sólida con Mateus Uribe, Jorman Campuzano y Marlos Moreno.
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